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domingo, 7 de junio de 2020

Hoy hace veinte años que mi madre falleció.

Hoy, siete de junio, hace veinte años que mi madre falleció. Recuerdo de ese día el sol, si pienso en el primer recuerdo que me viene a la cabeza de ese día es cómo brillaba el sol. Luego recuerdo a mi tío llorando en el portal, y mi madre sobre la cama sin reaccionar. Y el silencio. Me llevaron al kiosko donde trabajaba el amigo de mi abuelo y me dieron todo los helados que quise, luego, mi tío chico me llevó con su amiga la cual me puso la Nintendo con el Súper Mario, la mequetrefe como la llamaba mi abuelo. Siempre había silencio, nadie hablaba y yo tampoco lo hacía. Después recuerdo que se hizo de noche y que mi abuela no venía, y a las diez me recogió mi tía para llevarme a su casa, y allí me quedé durante un mes, hasta que pude volver por fin a casa de mis abuelos de visita. En ese mes no vi a nadie, recuerdo que mi primo y yo jugábamos en el parque más cercano del piso de mi tía, de vez en cuando mis abuelos se acercaban al parque para verme, pero no se acercaban a mí, por miedo quizás, o tal vez por el recuerdo.
Cuando por fin pude volver al piso de mis abuelos me senté en un escalón del bloque a llorar porque no quería volver a casa de mis tíos. De ellos recuerdo el cachondeo que pasábamos en la noche mi primo y yo cuando llegaba la hora de dormir. Él dormía en su cama y yo en un colchón bajo sus pies. Cuando se levantaba en la noche me tocaba con un pie para decirme que se iba un momento pero que ahora volvía para que no me asustase. De mi tío recuerdo el miedo que tenía a hablarme, y cómo cada vez que me miraba agachaba la cabeza y la movía de un lado a otro al recordar lo que había pasado. De mi tía recuerdo su cara con los ojos tristes cuando me miraba porque su hermana ya no estaba, y aunque nunca me parecí a ella si no que fui un calco de mi tía, yo existía porque ella existió. Todo se hizo muy rápido. Cuando volví  a casa su dormitorio ya no estaba, mi tío chico pintó el cuarto de rosa porque ahora por fin podía tener dormitorio y dejar de dormir en un colchón en el salón. Nunca dormí allí. Cuando mi bisabuela murió, mi abuelo heredó el piso y mi tío se fue a ese piso a vivir, como era el piso de al lado, mi abuela me hizo allí el dormitorio, porque yo tenía trece años y seguía sin querer dormir en ese dormitorio. Dos meses después de morir mi madre, en agosto, apareció mi padre, gritó el nombre de mi madre por la ventana y me asomé yo para hacerle subir. No entendió nada, él no sabía nada. Al ver el dormitorio nuevo y las paredes rosas me dio un beso y se marchó. Y ya no volvió. Días después mi abuela se peleó con mi otra abuela en la puerta del Supersol, una tiraba de mí de un brazo y la otra tiraba del otro brazo. Recuerdo de ese día el sol, otra vez el sol brillante, y el suelo de la calle, mi pelo moviéndose hacia donde me tiraban, y mis pensamientos con los ojos cerrados pidiendo que eso terminase ya. Y entonces, mi relación con la familia de mi padre acabó, porque mi madre les hizo prometer nada más nacer que nunca me dejasen con mi padre ni con su familia, y cuando ella murió se recorrieron toda Sevilla para que yo fuese legalmente de ellos y no de mi padre. y entonces desapareció, y no lo volví a ver nunca más. 
Le eché mucho de menos, sobre todo en la adolescencia, porque mi madre ya no estaba pero el sí que estaba ahí, y yo notaba un vacío muy grande y no sabía cómo llenarlo. Cuando cumplí los diecisiete me revelé contra toda la familia, y solo una persona consiguió que todo el rencor que tenía guardado desapareciese, porque Rafa, mi profesor de gimnasia (te debo tanto, tío) me hizo comprender que el rencor era para nada. Y les pedí perdón a todos, en silencio, pero se los pedí, porque de mi madre no se hablaba nunca en casa y decirles a todos lo que sentía era hablar de ella y de mi padre. 
Cuando tienes siete años y tu madre se muere no sientes nada. Ves las cosas que tienes alrededor como si no estuviera pasando, es como si te metieses en una burbuja y todo se quedase nublado. Cuando pasa el tiempo llega el dolor y de repente lloras sin razón  y nadie sabe lo que te pasa, ni siquiera tú sabes lo que te pasa. Al cabo de los años vas entendiendo que todo el mundo tiene padres menos tú, y el dolor se va desvaneciendo.
En el 2017 se estrenó una película llamada Estiu 1993, verano 1993 para los que no sepáis catalán. La directora, Carla Simón, perdió a su padres por el sida con tres años (al padre) y con seis años (a la madre). Cuando pensé en escribirle algo a mi madre quise plasmar lo que sentí cuando ella murió, pero mientras pensaba en cómo contarlo solo me venían a la cabeza imágenes de esa película. Y en la película sale justamente el sentimiento, aunque más que el sentimiento, es la burbuja en la que te encuentras, la burbuja en la que sientes que vives hasta que de verdad te das cuenta de lo que ha pasado, porque sí, lo entiendes desde que eres pequeño. Yo recuerdo que en el colegio nos dijeron, la gente nace, crece, se reproduce y muere, y cuando tu madre muere tú sabes qué significa eso, que ella ya no está más y nunca lo va a estar, pero no sientes eso, no lo notas, porque vives en una burbuja y todo lo ves nublado. 
A mi madre le diría que creo que lo estoy haciendo bien. Que me veo bien y que todos estamos bien. Que se puede quedar tranquila porque los mismos años de su fallecimiento son los mismos que llevo sin tener contacto con mi padre. A veces la culpaba a ella de que mi padre se fuese, otras veces a él, porque veía que él era el adulto y que era su obligación venir a buscarme, luego comprendí que no todo el mundo nace para tener hijos, y que es egoísta tener que quedarte con un niño por obligación. No sé si se arrepintió de dejarme alguna vez, yo me arrepentí muchas de no irme con él, pero entonces comprendí que los dos estábamos mejor sin el otro, y que ninguno de los dos habíamos elegidos tenernos mutuamente. Cuando vives con alguien por obligación nace el odio y el asco, porque todo te da asco ya que eso no es lo que tú tenías planeado hacer, tampoco es lo que tú quieres hacer, y luego aparece el odio, porque te odias a ti mismo por haber sido padre, a tu hijo por serlo, y a tu vida, por haberte hecho cargo de un niño del que no quieres encargarte. A veces también le rezo a ella, y a mi abuelo. Cuando vi el documental que hizo Radio Televisión Española a Lola Flores me reí al ver una escena en la que Rosario Flores decía que cuando no sabía qué hacer le rezaba a su hermano y a sus padres, creo que estas cosas son las cosas que hacemos los ateos, que como no tenemos a Alá, Dios, Buda o Isis, le rezamos a nuestros familiares. Cuando quiero que algo salga bien acudo a ellos y les digo; abuelo, mamá, que esto vaya bien. Al final estudié, y terminé por fin de estudiar, yo que lo veía eterno. Luego me di cuenta que como dijeron mis tíos prefiero trabajar antes que estudiar, y que por mucho que alguien te diga, eso lo dices ahora, no, lo sigues diciendo, yo nací para trabajar, no para estudiar. A veces no fui la mejor, el odio y el rencor se apoderaron de mí porque no me vi suficiente, ni vi suficiente todo lo demás que me rodeaba. Veía que todo se había juntado para que solo a mí me fuese mal, sin padres, con una familia distante en plena adolescencia, cuando en realidad la que estaba distante era yo y no los demás, la lejanía que sentí con antiguos amigos, el hecho de que el bar donde me crié cerrase y todo el mundo acabase peleado con todo el mundo. Tal vez por eso acabo peleándome tan fácilmente con la gente, porque igual siento que si al final veo que no me aportas nada, te dejo ir. O a lo mejor el problema lo tengo yo y es mi personalidad la que hace que me pelee con todo el mundo. También heredé tus manías, las dos por lo menos que más recuerdo, tu forma de sentarte con las piernas dobladas y la del pié, esa manía que siempre odió tu hermana, el estar tendida o tener la pierna extendida en alguna parte y comenzar a mover el pie como si estuviese acariciándolo con la mano. Todavía recuerdo ciertos olores, y el dormitorio entero, tal y como estaba hasta el día que moriste, la cama con las sábanas blancas, el ropero en frente de la cama con mis dos pegatinas de las Spices Girls, la cajonera con las alhajas y todas las cosas para el pelo, y la ventana abierta sin cortinas. Y la ropa, la ropa que llevabas, el pantalón negro y la camiseta de rayas blancas y negras, como si fuese el uniforme de un presidiario. Ese día lo recuerdo como si fuese hoy, nunca mejor dicho. Hoy es un día raro, no brilla tanto el sol y hace fresco, creo que el sol brilla cuando algo pasa para cambiarnos completamente, como cuando se divorciaron las dos tatas, que también brillaba el sol, o como cuando el Carlos se casó, que para ser noviembre brilló mucho el sol. A veces verte en sueño me daba miedo, cuando era pequeña soñaba mucho contigo, de adolescente también. Después de morir el abuelo desapareciste, y todo los años acabas volviendo, pero ya lo sueños no son como eran antes, tan oscuros, tan siniestros, ahora apareces de la nada como si en lugar de morirte hubieses estados tantos años de viaje. La abuela repite mucho que hoy es siete, yo me acerco a ella y le doy muchos besos para que no sienta tanta pena. Eras mi madre, a lo mejor lo único que querías es que fuese feliz, no pudimos hablar de esto, yo era muy pequeña y tu viviste muy poco. Te podría decir que soy en lo que tú querías que fueses pero no sé qué es lo que tú querías que yo fueses, religiosa, eso sí, pero no para meterme a monja. Te salió una hija atea, qué se le va a hacer. Y lectora, como tú, también escritora, aunque tú eras más de poemas. Tenemos el mismo pelo, creo que es en lo único que me parezco. A veces olvido tu cara. Otras la recuerdo tan nítida que me da escalofríos. Te quise mucho, para mí eras mi todo, porque tú eras lo único real que tenía, lo único que verdaderamente importaba. Cuando mi padre venía a buscarme sabía que si él se portaba mal podría llamarte a gritos y sabía que vendrías corriendo a buscarme, porque nunca dejaste que me fuese con ellos más allá de la zona del barrio donde vivíamos. No sabría que decirte si de repente aparecieses ahora, tampoco sé que escribirte. Igual lo único que elegiríamos las dos sería darnos besos y abrazos.
Y que esto sigue doliendo, mamá, que esto duele. 


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